Algo
me ha pasado en mi primera visita a Hungría, algo que no fui capaz de
identificar hasta que pasé por la Gran Sinagoga de Budapest, la más grande de
Europa y la segunda más grande del
mundo, que puede acoger a 6.000 personas en su interior. El asunto es que al
pasar por su puerta, se me hizo un nudo en el estómago y toda la historia de
esa ciudad me calló encima como un mazo, en ese instante fui consciente por
todo lo que ha pasado ese país, al dolor que han tenido sufrir, a los años de
dictaduras, de exterminios y de terror. Al ver la Sinagoga pensé en esos más de
600.000 judíos húngaros que fueron exterminados en campos de concentración y
que nunca más volverían a ver, a orar dentro de la Gran Sinagoga, ni a ver sus
altas torres octogonales.
Una
guerra que terminó hace 67 años fue capaz
de hacer parar el tiempo y dejar una ciudad en un limbo, aún se pueden ver las
huellas de la II Guerra Mundial en sus fachadas y los restos de la Revolución
Húngara del 56. Sobrecogedora por momentos, decadente en muchos sentidos,
Budapest resulta conmovedora por instantes, agónica y bohemia.
En
la mirada de los ancianos puedes ver tristeza, siempre pensativos, como
inmersos en sus propios recuerdos, como si no pudiesen dejar atrás las
atrocidades del pasado.
Budapest
está llena de cicatrices, cicatrices provocadas por el ser humano, los restos
de metralla de sus fachadas y cicatrices naturales como el Danubio que allí ya
no es azul (supongo que desde un pasado muy lejano) sino color gris marengo.
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