Con
la que está cayendo es fácil ponerse sentimental. Es fácil mirar a los años 80,
por aquel entonces era una niña que correteaba por las calles de un barrio en
decadencia, en medio de la reconversión industrial.
Ya
he contado que mi infancia no fue fácil porque sufrí acoso escolar, pero los
veranos eran otra cosa, por aquel entonces las cosas estaban bien en casa y lo
que más añoraba durante todo el año, era el verano, que llegase junio y
cerraran las puertas del colegio para no tener que volver a ver a mis
compañeros en 3 meses, todo era perfecto entonces.
La
vida se resumía en levantarse tarde, ir a buscar al bar de sus padres a mi
amiga Isabel desayunar cualquier cosa que no costaba más de 50 pesetas y bajar
a jugar con los niños de la calle a la campa. Y por la tarde visita a las
piscinas que costaban 100 pesetas entrar. Era una época dorada, los flases
costaban 5 pesetas y los grandes 25, la vida me sonreía y la única preocupación
que me pasaba por aquel entonces por la cabeza (literalmente) era que ningún
otro niño me pegase los piojos…y si no
habéis cogido piojos que sepáis que no habéis tenido infancia, no había nada
más temido que una madre dispuesta a despiojarte, con la peineta, el vinagre,
el ZZ y el ORIÓN… de aquella mezclas que hacía mi madre no sé como no me quedé
calva.
Pero
sin duda lo que más me gustaba de esos veranos ochenteros era ir a Laredo en
julio y los fines de semana de agosto cuando mi familia se reunía por las
tardes para ir a cenar a una cervecera de la que aún estoy enamorada. Un pollo
en la cervecera de Santurtzi, sobre todo si te lo servían en la terraza con
vistas al Abra, era como tocar el cielo con los dedos.
Lo
cierto es que mis veranos no tenían da de especial, sólo sé que los recuerdo
con cariño, que hecho de menos aquellos años donde te podías comprar un flas
por 5 pesetas y un poco marca MIKO por 25. Aquellos maravillosos años que lejos
quedan ya.
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